Felicidad, malestar, descontento y calidad de vida, una nueva perspectiva para el siglo XXI

  1. RODRÍGUEZ MOLINA, TERESA TRINIDAD
unter der Leitung von:
  1. Juan Carlos de Pablos Ramírez Doktorvater/Doktormutter

Universität der Verteidigung: Universidad de Granada

Fecha de defensa: 01 von Juni von 2012

Gericht:
  1. Luis Enrique Alonso Benito Präsident/in
  2. Joaquín Susino Arbucias Sekretär
  3. Pablo García Ruiz Vocal
  4. Alejandro Romero Reche Vocal
  5. Josetxo Beriain Vocal

Art: Dissertation

Zusammenfassung

Esta investigación es un estudio socio-histórico sobre cuatro conceptos fundamentales de la cultura occidental: felicidad, malestar, descontento y calidad de vida. Sus nociones generales y semánticas más profundas, forman parte de la manera de interpretar el mundo, están presentes en la intelectualización de ese mundo y se radican en la orografía cotidiana, donde residen la fuerza y el impacto de su experiencia. Como parte de la economía y uso de las cosas ordinarias, se conjugan como pares de sinónimos portadores de esa extraordinaria capacidad humana para mejorar la propia vida y el mundo que la rodea (felicidad¿calidad de vida), en cuyo reverso (malestar¿descontento) se erigen como dos exponentes de esa otra singular condición trágica del hombre que a los occidentales, en particular, nos acompaña por la historia como si se tratase de una pesada carga. Sin embargo, ¿son realmente la misma cosa esos armonizados pares (felicidad¿calidad de vida, malestar¿descontento? ¿Han estado siempre entre nosotros o cada uno de ellos tiene una emergencia y una narrativa singular acorde a un tiempo determinado? Y eso es se ha trazado y propuesto con esta investigación: un viaje en el tiempo y por el tiempo, cuya finalidad y metodología han consistido: 1. Cartografiar la semántica de esos conceptos fundamentales de la cultura occidental. 2. Delimitar los términos de un problema, es decir, demostrar por qué esos conceptos no son significativamente pares intercambiables entre sí. 3. Para lo que se plantea el análisis socio-histórico, con la intención de evidenciar la historicidad específica de cada uno de ellos que es, en definitiva, lo que haría inverosímil su uso sinonímico. Para ello, la perspectiva que se ha seguido es la de entender la historia como un continuum, articulándose en ella dos contextos cardinales (modernidad y postmodernidad) junto a los cuatro conceptos mencionados, sobre dos planos relacionados entre sí: el de los hechos o el real y el teórico o el intelectualizado. De este modo, se presenta el primer concepto, el de felicidad como una certidumbre de la ilusión. En realidad, la idea de felicidad ha fascinado la mente de millones de personas a lo largo del tiempo y su búsqueda y anhelo representan una de las motivaciones más profundas de la cultura occidental. Eso la ha convertido: 1.En un problema, porque no se puede decir qué es. Como decía Kant, el concepto de felicidad es tan indeterminado que, aunque todo el mundo desee conseguirla, nadie puede decir de forma definitiva y firme qué es lo que realmente persigue o desea. 2.En una preocupación porque, sin ser un distintivo biológico del ser humano, social y culturalmente, su anhelo se imputa a lo humano, es decir, se adscribe a los humanos el deseo de la misma. En ese sentido, Séneca ya planteó que la cuestión no es dudar si todos los hombres quieren o no ser felices, que lo quieres, lo difícil es saber lo que hace feliz la vida de un hombre. Individualmente, por tanto, como apunta Savater, de ella no sabemos de cierto más que la vastedad de su demanda. Históricamente, sin embargo, la idea de felicidad es un producto humano que emergió, manteniéndose en el tiempo, bajo la peculiar creencia que los seres humanos tenemos la capacidad para sobreponernos al infortunio y para transformar la realidad. De este modo, frente al férreo determinismo del mundo antiguo y de las culturas orientales, los accidentales creemos que librarse de la clausura de las circunstancias ha sido y es uno de los ejercicios más fructíferos y particulares de la inteligencia humana. Por ese motivo, la felicidad es una idea que nos ha permitido vivir en medio de las circunstancias como si estas no fueran definitivas o absolutamente determinantes. En ese sentido, ha funcionado como una evidencia intencional, es decir, como la intencionalidad última de nuestras acciones. Desde los griegos hasta nuestra contemporaneidad, la felicidad, ser felices, se concibe como la máxima aspiración de los seres humanos. Una vez aclarado eso, en cuanto al recorrido histórico de esa idea tan singular de nuestra cultura, desde el mundo antiguo hasta la Edad Media, tres grandes visiones sobre la felicidad conforman su idea y explican buena parte de la vida humana de ese tiempo: 1.El fatalismo o el sentido trágico del mundo antiguo. En al Grecia presocrática la felicidad era algo que sencillamente acontecía y sobre lo que los seres humanos no tenían ningún control porque se creía que no se podían influir de forma definitiva en los sucesos que deparaba la suerte, puesto que la vida de los hombres pertenecía por completo a los designios de un destino caprichoso y arbitrario, dominado por la voluntad irracional de los dioses. 2.La transformación de ese sentido trágico como consecuencia de la filosofía y de las propias circunstancias socio¿políticas de la Gracia clásica, planteándose por primera vez que los seres humanos podían influir en su destino a través de sus propias acciones. 3.Con el Cristianismo, sin embargo, lo que se instaura es la perspectiva de su promesa eterna. En cuanto a los fundamentos de la felicidad moderna, en primer lugar, los antecedes laicos de la idea de felicidad se encuentran también en el Cristianismo y en la división que hizo Santo Tomás de la felicidad perfecta e imperfecta. Esa felicidad imperfecta abrirá la posibilidad de encontrarla en ese mundo, una puerta que tras la Reforma protestante y el humanismo, especialmente con el culto por la dignidad del hombre, dará entrada a la idea de la felicidad moderna secularizada, es decir, como algo posible de alcanzar en la tierra por medios naturales y sin ayuda ni orientación divina, tal y como concebirán los hombres de la Ilustración. Con ella, la idea de felicidad se entenderá como un derecho y como una obligación, es decir, su promesa terrenal se consagrará como una aspiración factible para los hombres y el fin último de la sociedad. En el siglo XIX, sin embargo, como instrumento al servicio del Utilitarismo, la idea de felicidad se moralizó y se instauró su cálculo en base a la máxima: la mayor felicidad para el mayor número de personas. No obstante, dentro de ese vasto contexto de cambio y esperanza calculada para el futuro, las leyes sociales podían garantizar la búsqueda de la felicidad, pero lograrla o no se convertiría en un asunto de cada uno. De ese modo, la felicidad, ser felices, principalmente, se erigió como el equivalente de la búsqueda de la prosperidad, el placer y la riqueza, a la vez que el logro de esos parámetros pasó a depender exclusivamente de los individuos. Al apelar al individuo como responsable último de su felicidad, ese individuo descubrirá una clase de infelicidad terrenal hasta entonteces desconocida: la culpa y el pesar que se pueden llegar a experimentar por no ser feliz en una cultura que así lo exige y procura. De este modo, se llega a la idea de felicidad postmoderna. Aunque el Estado de bienestar ha prodigado cierta seguridad, aunque los hombres pueden disfrutar de un sinfín de comodidades, conservar la salud, prolongar la existencia, confirmándose una visión optimista y fácil de la vida que el consumo celebra sin descanso, el hombre de finales del siglo XX se encuentra abocado a tener que reconocer y convivir con un hecho durísimo: que no se pueden conseguir las comodidades sin esfuerzo como tampoco disfrutarlas sin ansiedad. En ese contexto de abundancias sin fin, paradójicamente, lo cotidiano se vuelve el escenario de una felicidad endeble donde, reducida a las dimensiones del yo, la felicidad ya no es una idea natural sino una probabilidad remota, deseable, pero remota, un simple deseo humano al que no se renuncia pero al que sólo se le otorga el crédito de una probabilidad terapeutizada. Calidad de vida, en ese sentido, es un término inherente al bienestar humano y al consumo postmoderno. Aparece por primera vez en la historia en la década de los 50, en los debates públicos en torno al medio ambiente y el deterioro de las condiciones de vida urbana. A comienzos de los 60, con el creciente interés por conocer el bienestar humano y la preocupación institucional por conocer las consecuencias de la industrialización, surge la necesidad de estudiar y medir ese parámetro. Desde entonces, su breve pero intensa historia muestra dos hechos importantes: 1.Su construcción como discurso institucional asociado al bienestar humano, donde surgió como un principio organizador que podía ser aplicado para la mejora de las condiciones de vida en las sociedades industriales avanzadas y en los países en vías de desarrollo, comenzando, a partir de ahí, a ser utilizado indistintamente para una serie de propósitos: la evaluación de las necesidades de las personas y sus niveles de satisfacción en los países ricos, la evaluación de los resultados de los programas y de los recursos humanos, en la dirección y guía en la provisión de servicios, la formulación de políticas públicas, etc. 2.Su conformación como elemento cotidiano articulador de la existencia en los contextos consumistas postmodernos. A partir de la década de los 90, material y simbólicamente, las personas construyen y vivencian el mundo cotidiano a través del consumismo, donde la abundancia material es una realidad ineludible porque transforma lo que la gente espera de la vida. Como consecuencia de ello, los individuos se ven abocados a ser una parte activa en la construcción de sus propias vidas y ahí es donde la búsqueda de la calidad de vida se convierte en un marco de referencia y sentido para la vida cotidiana. Articulándose a partir del consumismo postmoderno, se mezcla con los comportamientos, anhelos y expectativas que inciden directamente en los procesos habituales a través de los que las personas diariamente toman sus decisiones. En cuanto al malestar y al descontento, se trata de dos conceptos que se adscriben al ámbito occidental como elementos de orden¿desorden, crisis, riesgo y contingencia. En realidad, las dimensiones de seguridad¿inestabilidad, o la percepción de orden¿desorden son comunes en todos los tiempos y épocas. Prácticamente esos parámetros son consustanciales a la vida de las personas porque se trata de las dimensiones que se forjan en el ánimo al calor de los incesantes avatares y contingencias de este mundo. En ese sentido, el mundo se percibe ordenado y seguro mientras no suscita dudas y las acciones rutinarias funcionan. Por el contrario, se percibe en desorden o falto de sentido cuando no es posible apoyarse sobre la seguridad que ese mundo ordenado y cierto conforma en el interior humano. Eso es algo que se evidencia claramente en los contextos sociales donde cada contexto social construye y conforma el contenido de esos parámetros de orden¿desorden, como prueban estas respuestas distintas: el mesianismo del hombre hebreo, el desprecio de los cínicos, la resistencia de los estoicos o la resignación de los platónicos, o como ponen de manifiesto la transformación en el sentido del mundo que deviene como consecuencia del Cristianismo o como mostrarán los arquetipos de Fausto de Goethe y el de El hombre sin atributos de Musil. A partir de ahí, es posible afirmar que el malestar es una contingencia producto de la modernidad, en cuanto que se trata de una percepción¿vivencia que se forja a finales del siglo XIX, como una realidad significativa propia de la vida del hombre moderno, cuando se tiene conciencia o una vez se tuvo conciencia de una serie de problemas derivados de la modernidad (la ambivalencia de la idea de progreso, la sospecha de la razón o la sombra cartesiana, el principio de incertidumbre de Heisenberg o el concepto de solipsismo). Es decir, el malestar es entendido como un mal intrínseco a la modernidad y ese hombre de finales del siglo XIX lo percibe, lo concibe y lo padece como una consecuencia de la ambivalencia de la modernidad. En definitiva, se trata de las contingencias producto del fracaso del proyecto ilustrado o bien de la distancia que se produce entre las condiciones de la modernidad y las consecuencias de la modernidad, tal y como prueban los diagnósticos de Simmel, Ortega o Freud. El descontento, por el contrario, podría ser entendido como una contingencia de la postmodernidad en cuanto que en los contextos consumistas de abundancia y posibilidades sin fin, el hombre postmoderno está condenado a tomar decisiones y a elegir constantemente. Precisamente el descontento sería una experiencia que deviene como consecuencia de ese ámbito de la elección¿decisión, sobre todo, porque el ser humano postmoderno quiere ver recompensado ese esfuerzo permanente con un resultado satisfactorio. Este hecho esta relacionado con el contexto consumista postmoderno en cuanto que la socialización consumista no contempla la dimensión de límite, fundamental en el parámetro posibilidad¿elección individual. Entre otras cosas eso es así porque la propia dinámica del consumismo es la de incrementar constantemente las posibilidades y expectativas de vida, a partir de la adscripción del consumidor a una especial creciente de nuevos consumos. De este modo, estructuralmente, en los contextos consumistas postmoderno el límite no se considera sistémico sino que se remite a la biografía del individuo. En ella, dos aspectos importantes inciden en la elección y provocan una inconformidad permanente: 1.El pensamiento contrafactual, es decir, pensar en un mundo que no es real, pero podría serlo. 2.El referente hedónico, es decir, cualquier cosa que quede por debajo de ese plano parecerá una pérdida. Como el individuo postmoderno contempla las posibilidades imaginarias como una posibilidad realizable y real, el pensamiento contractual estimula el arrepentimiento y el referente hedónico sitúa al individuo en el ámbito de la evaluación constante de las experiencias. Es decir, como no podemos tener todo lo que deseamos, como lo que deseamos no nos satisface tanto como esperábamos, eso nos lleva la experiencia postmoderna del descontento. Como parte de las conclusiones, se han planteado las estrategias inclusivas y la resiliencia cotidiana. Para entender esos dos aspectos, en realidad, habría que situarse en los territorios flotantes de la mente del hombre postmoderno, que remiten al encuentro de un yo plural con el mundo sin fronteras que lo rodea, al politeísmo de los valores, a las identidades plurales o a lo dialógico. Todos estos aspectos nos llevan a pensar que lo inclusivo sería la respuesta a los rigores y exigencias de la vida postmoderna, como parte de la resiliencia cotidiana, probablemente, uno de los resortes atemporales más asombrosos con el que largamente se vienen soportando las durezas, afanes y deleites diarios. Es decir, las estrategias inclusivas del hombre postmoderno serían una forma de resiliencia cotidiana, la respuesta que el hombre postmoderno ha generado para enfrentar las severidades y requerimientos del siglo XXI, siendo uno de las singularidades más destacables de esas estrategias inclusivas que permiten que la percepción de la vida no se configure sobre el drama de las contradicciones.